La Calata Culta Sábado, 16 abril 2016

El chico de los chanchos

La Calata Culta

Leslie Guevara es directora de la escuela de escritura Machucabotones. Es autora invitada en los libros de relatos "Sexo al cubo", "Hermosos ruidos" y "21 relatos sobre mujeres que lucharon por la independencia del Perú". Es editora del libro “Once Veces Tú”. Ha realizado talleres de narrativa en cárceles peruanas, en coordinación con la Asociación Dignidad Humana y Solidaridad fundada por el padre Hubert Lanssiers. Actualmente escribe su primer libro.

Ilustraciones en este relato: Mayra Collantes

Recuerdo que hace cinco años me salió una mancha marrón en el cuello. La mancha tenía una textura como de clara de huevo seca. Si pasaba el dedo por encima me entraba pánico y creía que me iba a morir. Ahí mismo comenzaba a gritar, fueron días intensos.

Por ese tiempo estaba escribiendo un guion para un cortometraje. Estudiaba ciencias de la comunicación en la San Martín, y el curso de cinematografía con Samantha Chau me gustaba. Yo también quería hacer cine, me alucinaba con planos y escenas. Entonces un día decidí escribir un guion para un cortometraje. La historia era sencilla, dos amigas se enamoran. Sería un corto de 18 minutos, lo grabaría en mi departamento y actuaría yo. El soundtrack estaría a cargo del Sr. Chinarro, porque yo le había enviado un e-mail al Sr. Chinarro y conseguí el permiso para usar una canción. Para este proyecto le pedí ayuda a mi amigo R, a quien había conocido en el examen final de TIC, un curso en el que tienes que memorizar códigos para hacer páginas web, yo no había estudiado nada. Y R se sentó a mi lado: hasta ese momento nunca le había hablado porque me parecía raro, siempre estaba moviendo sus manos como si estuviera tocando una batería y eso me desesperaba. Pero al mismo tiempo me llamaba la atención, porque cuando intervenía en las clases mostraba un punto de vista propio. Esa vez R acabó el examen en cinco minutos y volteó la hoja sobre la carpeta. Lo envidié, pensé este careflojo, cómo sabía todo, ¿no? Una chica que estaba sentada atrás de él le tocó el hombro y le dijo dime la 7, amigo, dime la 7. Y R le dijo oye, yo no soy tu amigo, qué hablas, ja, ja, ja. Y la chica seguía diciendo dime la 7 y R le dio la respuesta. Yo pensé ajá, este chico parece buena gente, y di un golpecito sobre su hoja con mi lapicero.

—Me puedes decir la 3.

—¿Y por qué no estudias? —dijo él.

—Ya, no me des nada.

—Ya, ya, mira mi examen.

—No, ya fue.

—Mira, pues, cómo te pones, ¿ah?

Y así conocí a R, en un examen de TIC. Un día estábamos comiendo pan con pollo en la cafetería de la u. Le hablé de mi corto. Le dije que lo necesitaba a él para escribir unos diálogos de mujer. A R los diálogos de mujer le salían muy sentidos, no sé por qué: alguna vez le pedí que escribiera un mensaje en el Facebook haciéndose pasar por mí y me gustó. Él no era cabro, pero creía conocer bien el pensamiento femenino gracias a las películas de David Lynch. R echaba mayonesa a su pan con pollo cuando me dijo pero por supuesto. Yo sabía también que R había hecho un corto del libro El Túnel. Lo veía contento en los jardines de la universidad, aprendiendo a usar la cámara y el trípode. Él era empeñoso y se quedaba editando en las islas hasta tarde porque a veces sus amigos le fallaban. Y yo iba a verlo y escuchábamos en volumen bajito Sonic Youth, me sentaba en el piso y me comía una manzana y escribía. Recuerdo que un día R hojeó mi cuaderno y me dijo no sabes colocar la coma, ayayay. Yo te enseñaré para que nunca te olvides. No me avergoncé. Él me agarró la mano y me dijo mira, así se pone la coma, escribes (,) y das un espacio.

R era mi bro.

A los dos nos gustaba el actor Robert De Niro. Casi todas las semanas nos juntábamos en mi casa a ver una película, con mucho ron con Coca Cola y cigarros. Nos poníamos bien borrachos y decíamos ¡hay que ver El Rey de la comedia!

Él era mi causa para ver cine, supongo. Aunque a veces me quedara dormida a mitad de la película. Así que en la época en que planeaba mi corto yo creía que podía trabajar con R. Pero no fue así, porque lentamente nuestra amistad se fue a la mierda.

Un día R fue a almorzar a mi casa. Teníamos mucho de qué conversar, quería que el cortometraje saliera bien, y él llegó una hora antes de lo acordado. Le había dicho a las 2pm y él llegó a la 1pm. Presioné el botón del intercomunicador y le abrí la puerta del edificio, corrí a la cocina y le dije a mi mamá que ya había llegado. Mi mamá me dijo que teníamos que esperar media hora. Abrió la ventana y vi unas gotitas de sudor en su frente. Mi mamá me dijo anda para allá con tu amigo y compra culantro. Ella es terca, y yo sabía que si no iba por ese culantro no disfrutaría de la sopa. R subió y le abrí la puerta del departamento, le di un beso en el cachete y le dije que el almuerzo aún no estaba listo. Le señalé el sillón para que dejara sus cosas y le pedí que me acompañara a la bodega, de pasada compraríamos cigarros. Busqué mis llaves en el librero del pasillo y bajamos juntos la escalera.

—¿Ya te matriculaste? —le pregunté.

—No, aún no.

—¿Te vas a matricular?

—No sé, en mi casa no hay plata, creo que este ciclo me pondré a trabajar.

—¿En qué?

—Mi pata Boris me conseguirá chamba de mozo.

—¿Mozo de dónde?

—De una pollería de Benavides.

Llegamos a la bodega, me acerqué al mostrador y le pedí a la señora 20 céntimos de culantro y una cajetilla de Marlboro.

—R, ¿deseas algo? —le pregunté.

—Sí, una cocacolita.

Saqué un billete de 10 soles de mi bolsillo y pagué. Salimos de la bodega, cruzamos el parque y R abrió la Coca Cola. Bebió con desesperación, como si le fueran a quitar su botella. Al final eructó. Fue un chancho grande, pensé que se disculparía pero no lo hizo. Él me preguntó ¿querías? No, dije yo, moviendo la cabeza. En el camino hacia mi casa aproveché y le conté de mi mancha en el cuello. Creo que esta mancha significa muerte le dije, mostrándole mi cuello. R se rió y me dijo es solo una mancha, a todos nos sale una mancha. ¡Qué pensaría, seguro creía que yo estaba exagerando!

R y yo llegamos al edificio. Un negro perro pequinés se aproximó a nosotros sin parar de ladrar, yo grité vete perro. Pero el perro no se iba.

—¿De dónde es ese perro? —preguntó R.

—Es el perro de Satán.

—Ja, ja, ja.

—No sé de dónde es, pero que se vaya porque luego se orina en el estacionamiento.

Me saqué la sandalia e hice como si fuera a arrojársela y el perro se fue corriendo.

—Eso nunca falla —le dije a R, guiñándole un ojo.

El perro se fue a un terreno baldío y nosotros entramos al edificio y subimos las escaleras. R me contaba que estaba leyendo a Alonso Cueto. Y yo le decía ¿ah, sí?, ¿qué tal? Y él trataba de convencerme de que leyera a Alonso Cueto. R no había leído mucho hasta ese momento, el libro de Cueto se lo había encontrado en el baño del parque Kennedy. Y me decía que era buena escritura. Abrí la puerta del departamento y sentí un fuerte olor a aderezo. R y yo fuimos a la cocina, él saludó a mi mamá y yo dejé el culantro sobre el tablero de granito. Abrí el refrigerador y saqué dos latas de cerveza. Le di una a R y fuimos a la sala.

Recuerdo que ese día R tenía un silbato colgado en su cuello. Dijo que se lo había encontrado sobre una mesa en un restaurante de Aramburú. Él creía que era un silbato de policía, porque era negro y el sonido no resultaba tan estridente como el de los silbatos comunes. R decía que con ese silbato crearía una historia, y que ya la estaba alucinando. Me daba ternura. Me gustaban sus ganas de hacer cosas. Lo observaba y me parecía un niño. Pero ese día había tomado mucho Clonazepam y ron y por ratos me reía y quería vivir el exceso: supongo que eso era, así que le dije vamos a mi cuarto un ratito. Encendí la radio y alcé el volumen, era una emisora de noticias, R estaba observando mis libros en el estante. Me eché sobre la cama, me desabroché el short y me bajé el calzón. Le dije chúpamela. Me sentía fuerte, con ganas de dar indicaciones. R se agachó y pasó su lengua por mi vagina. Yo no sentí nada. R no me ponía. Solo dije ya va a estar el almuerzo, y me lo saqué de encima. No sé si fue porque se tiraba chanchos o porque él era blanco, y me recordaba a mi hermano. Ese día salimos del cuarto, tomamos la sopa y conversamos sobre su silbato. Recuerdo que ese día R no quiso dejarme la película La doble vida de Verónica. Decía no, no, de aquí cuándo nos volveremos a ver. Y yo le decía nos veremos la otra semana.

Pero no nos vimos. Y cuando nos veíamos no sabíamos de qué hablar, él ya estaba con otro peinado y yo ya tenía otro color de cabello. Nunca hubo corto, porque trabajar con R era full hueveo.

R era chévere, siempre decía yo no necesito llevar chelas a ninguna fiesta, con mi presencia basta. Cuando él decía eso yo pensaba qué modesto eres. Tenía razón, porque cuando había reuniones yo le decía ven nomás, si no tienes plata no importa.

Pero a veces se pasaba de desconsiderado, como esa vez que hice una reunión luego de mucho tiempo y trajo a una chica. Era una reunión súper íntima, mis papás estaban de viaje. Y la chica solo hablaba de música, no tenía otro tema de conversación. No se callaba. Y para concha, a la medianoche hubo apagón. Todo iba mal que bien hasta ahí, porque estábamos contándonos historias, fumando en la sala. Hasta que R y la flaca se encerraron en mi baño y comenzaron a tirar. Todos les decían ¡oigan, ya pues, cállense, páguense un telo! Y encima los huevones gemían fuerte, y se les escuchaba clarito, por el apagón. Pero a R no le importaba nada. Le toqué varias veces la puerta y él gritó ¡no jodan! Luego de un rato salió del baño, cogió su mochila y se fue. La chica lo siguió.

Y pasaron los años y le perdí el rastro al chico de los chanchos.  Él se volvió negativo y yo me volví positiva. Cada vez que chateábamos la situación era esta: yo le decía oye, tienes que hacer algo con tu vida, no porque te deja una chica vas a irte a la mierda. Valórate y báñate. Y él solo decía la vida es una mierda, estoy cagado, nadie me quiere... Discutíamos mucho.

R y yo nos eliminamos mutuamente del Facebook dos veces, y en ambas ocasiones fue él quien me envió una nueva solicitud de amistad. Pero hablábamos menos. Un día entré a su perfil luego de mucho tiempo sin saber de él, y vi que me había eliminado. Para qué tenerme ahí, si no nos decíamos nada, habrá pensado. Le habrá dado igual… La última vez que lo vi estaba en el cruce de Ayacucho con Marsano y tenía una barba de náufrago. Yo estaba dentro de un taxi y por un segundo quise gritar su nombre. Luego lo pensé.

Nuestra amistad se fue a la mierda y la mancha en mi cuello se borró.

Y ahora dónde estará R. Quizás vaya resentido conmigo por alguna calle de esta ciudad. Diciendo esta conchesumadre, ¿no?

Esta tarde entré a su blog y recordé nuestros días universitarios escuchando a Sonic Youth y quise ir corriendo a verlo. Pero recordé que hace años que no nos hablamos. No sé si nos mandamos a la mierda, ya no me acuerdo. Así que le escribí un mensaje en una entrada de su blog: le pusé gracias por enseñarme a colocar la (,). Y cerré la laptop.

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(Fanpage de May.)

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¿Has sentido alguna vez que podrías escribir acerca de las cosas que te pasan, pero luego has pensado «a nadie le va a importar»? ¿Sabes cómo hacer más interesantes tus textos? ¿Estás escribiendo una historia y no sabes cómo continuar? ¿Te bloqueas? ¿Escribes con lugares comunes?

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«No hay mayor agonía que la de tener una historia sin contar dentro de ti» – Maya Angelou.

La Calata Culta

Leslie Guevara es directora de la escuela de escritura Machucabotones. Es autora invitada en los libros de relatos "Sexo al cubo", "Hermosos ruidos" y "21 relatos sobre mujeres que lucharon por la independencia del Perú". Es editora del libro “Once Veces Tú”. Ha realizado talleres de narrativa en cárceles peruanas, en coordinación con la Asociación Dignidad Humana y Solidaridad fundada por el padre Hubert Lanssiers. Actualmente escribe su primer libro.