La Calata Culta Miércoles, 15 abril 2020

‘Cuando mueren los abuelos de tus amigos te impresiona, pero cuando muere tu abuela la vida deja de interesar’

La Calata Culta

Leslie Guevara es directora de la escuela de escritura Machucabotones. Es autora invitada en los libros de relatos "Sexo al cubo", "Hermosos ruidos" y "21 relatos sobre mujeres que lucharon por la independencia del Perú". Es editora del libro “Once Veces Tú”. Ha realizado talleres de narrativa en cárceles peruanas, en coordinación con la Asociación Dignidad Humana y Solidaridad fundada por el padre Hubert Lanssiers. Actualmente escribe su primer libro.

Título original: Yo quería decir solo lo del huevo frito

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Cuando frío un huevo pienso en mi abuelita Hortencia. En otros momentos también la recuerdo, pero en las mañanas frío un huevo y la recuerdo más. Yo tenía 7 años y daban el programa de Laura Bozzo. A mí no me gustaba, pero era lo que se veía en el televisor de la cocina. La abuelita nos daba arroz con huevo frito a mi primo Frank y a mí. A él le daba de comer en la boca, le decía Una cucharada de sopa, una cucharada de segundo. Pero a veces mi primo no quería comer, decía Ya estoy lleno, y la abuelita amenazaba diciendo Voy a apagar la tele. Y Frank contestaba Apágala, pues. Entonces la abuelita se levantaba, daba tres pasos y presionaba el botón amarillo del televisor. Las personitas que gritaban dejaban de moverse y de pronto ya no se veía nada. Frank seguía observando la pantalla, interesado. Me decía ¿Qué te parece, Ency? Yo le decía Qué me va a parecer pues huevón, si no se ve nada. La abuela decía Ahora come solo pues, mocoso de mierda. Ya no te voy a dar en la boca.

La abuelita tenía una casa grande en Villa María del Triunfo. En la entrada principal había una tienda de abarrotes. El piso era de cemento y las vitrinas de madera. El vidrio del mostrador estaba roto. Olía a humedad, pero te sentías bien adentro. Cuidé esa tienda muchas veces. Para mí era grande, podían entrar cinco clientes. Cuando no había clientes jugaba con las cajitas de fósforo o con lo que encontrara en las vitrinas. Si eran velas misioneras las hacía hablar. Por ejemplo, una vela se enamoraba y le decía a la otra Oye, ¿quieres estar conmigo? Y la otra respondía No, quiero cachar. Yo no sabía qué cosa era cachar, pero sabía que había que decirlo en voz baja. Dentro de la tienda había una perezosa. Allí me sentaba a leer todo lo que llegaba a mis manos, aunque en la casa de los Guevara no leían mucho. Leía desde las enciclopedias gordas, esas que incluían matemática y literatura, hasta novelas como “María” y muchos periódicos Ajá. Luego vino el Trome, pero en ese tiempo en casa de la abuelita compraban Ajá, que lo leías rapidito. Y si un cliente entraba a la tienda yo me acercaba al mostrador, y si por ejemplo él me decía Mortadela, yo gritaba Abuelitaaa. Y ella venía desde la cocina arrastrando sus pies. Sus pies gordos que iban cubiertos de una panty beige hasta la pantorrilla, y sus ojotas negras. Sin llegar aún iba diciendo ¿Sí, vecino? Le gustaba conversar, sus clientes iban por la mortadela y terminaban contándole su vida.

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Mi infancia fue un poco así: entre mortadela y velitas misioneras.

A mi abuelito Emilio también lo recuerdo, a él le gustaba sentarse sobre un banco en la entrada de la tienda. Usaba lentes oscuros y su cabello estaba rapado tipo militar, y por las puntas te dabas cuenta de que lo tenía blanco. Siempre me dio curiosidad. Su tranquilidad me parecía sospechosa. Era como un delincuente que se había ido a descansar a su casa. Se había quedado ciego de un ojo por mala praxis en una operación que iba a curarlo de la miopía. Vigilaba la tienda con su pacae en la mano. A veces me decía ¿Ency, nos tomamos una Guaraná entre los dos? Y yo le contestaba Abuelito, mi nombre es Leslie.

En esa tienda pasé muchas horas de mi vida. Y ahora, en días como hoy, en mañanas como esta, esas imágenes vienen a mí. Y yo entro de nuevo a esa tienda de la avenida César Vallejo. La reja está abierta. Veo las galletas de agua dentro de los frascos de vidrio, veo las galletitas munición. Veo las vitrinas de madera. La máquina para cortar la jamonada. Veo la balanza verde. Nunca entendí esa balanza. Mi abuelita deslizaba un bultito de cemento a lo largo de una regla de metal, buscando equilibrio. Decía Un kilo. Creo que el cliente tampoco entendía, pero decía Está bien. ¿Cuánto es? Entro a la tienda y veo a mi abuelito dormido sobre la perezosa. Seguro mi abuelita le ha dicho Cuidas la tienda. Lo observo. Sus orejas son grandes y rugosas. Se despierta. Ha escuchado mis pasos y dice ¿Quién está ahí? Le digo Abuelito, ya está el almuerzo, vamos a comer.

Mi abuelito duerme con los lentes oscuros puestos.

¿Ah? ¿Qué? ¿Ency?

Abuelito, coloca tus manos sobre mis hombros.

Se levanta de la perezosa despacito, como si tuviera que recoger sus huesos, y caminamos juntos por el pasillo. Sus manos no parecen de viejo. La suya es una piel firme, lisa. Siento sus manos apoyadas sobre mis hombros. Mi abuelito me dice Despacito pues Ency. Luego tararea Un pasito para acá, un pasito para allá. Creo que es una salsa antigua. Yo volteo a sonreírle. Esa misma canción la tarareaba él hace años, sentado en la mesa mientras esperaba su sopa, cuando de pronto se ponía a aplaudir. Y yo tenía que bailar. Y si llegaba un amiguito a la casa, el amiguito también tenía que bailar al son de sus palmadas. Eso lo hacía feliz.

Yo quería decir solo lo del huevo frito. Pero me fui por las ramas. En esta cuarentena es complicado no recordar a tus abuelos, no querer abrazarlos.

Hoy es el cumpleaños de mi abuelita Hortencia.

No sé cuántos años cumpliría, quizás 76. No llegaba a los 80.

Y esta mañana, al abrir los ojos, mi primer pensamiento fue para ella. Le dije Feliz cumpleaños, abuelita. Ha sido raro, todo el día he querido llorar. La imaginé dentro de su cocina hirviendo agua, sirviendo el desayuno, gritando con su voz chillona Vengan, con su voz que toda la cuadra escuchaba. Sabía que este día iba a llegar, y es rara esta sensación, quiero sentirme contenta, pero apenas pienso en usted la extraño, y los ojos se me mojan. Desde el día en que usted se fue, para mí todo ha tenido aire a fin del mundo. Usted se murió y todas mis certezas desaparecieron. De pronto ahora también pienso en el envejecimiento de mis padres. Cuando se mueren los abuelos de tus amigos te impresiona, pero cuando se muere tu abuela la vida te deja de interesar.

 

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Ahora entiendo cómo se sintió usted cuando el abuelito se murió de un derrame. Seguro también se impresionó con la muerte. Seguro también pensó que eso no iba a pasar nunca. ¿Qué diría usted de estos días? ¿Qué le diría yo?

Le diría Gracias por regalarme a mi padre. Me encanta. Aún no lo termino de entender, algunos días me desespera, pero me hace reír. Cuando lo veo a él, pienso en usted. Sus ojos son como los de usted, creo que ahora los tiene más hinchados porque él también la extraña. Ah, y gracias por decirme Todos tenemos defectos cuando conversábamos en la cocina y yo le contaba que mis padres habían discutido.

No sé en qué momento hice la conexión entre la tranquilidad y usted, abuelita. Pero sé que los 31 de diciembre en la noche, cuando todos en la calle gritaban y corrían con sus compras a sus casas, yo cruzaba la pista, me trepaba por la reja y jalaba un fierrito para entrar en su casa. No sé qué buscaba yo, no sé de qué escapaba. En mis recuerdos, la noche del 31 de diciembre usted siempre está pelando alverjitas al borde de la mesa de la cocina, hirviendo el chocolate, riéndose sola, acordándose de algo que le dijo la vecina o que leyó en el Trome. Y de pronto aparezco yo y le digo Abuelita. Y usted levanta la mirada y me dice ¿Ency, y ese milagro? ■

 

www.machucabotones.com

La Calata Culta

Leslie Guevara es directora de la escuela de escritura Machucabotones. Es autora invitada en los libros de relatos "Sexo al cubo", "Hermosos ruidos" y "21 relatos sobre mujeres que lucharon por la independencia del Perú". Es editora del libro “Once Veces Tú”. Ha realizado talleres de narrativa en cárceles peruanas, en coordinación con la Asociación Dignidad Humana y Solidaridad fundada por el padre Hubert Lanssiers. Actualmente escribe su primer libro.