La Calata Culta Miércoles, 21 junio 2017

2100

La Calata Culta

Leslie Guevara es directora de la escuela de escritura Machucabotones. Es autora invitada en los libros de relatos "Sexo al cubo", "Hermosos ruidos" y "21 relatos sobre mujeres que lucharon por la independencia del Perú". Es editora del libro “Once Veces Tú”. Ha realizado talleres de narrativa en cárceles peruanas, en coordinación con la Asociación Dignidad Humana y Solidaridad fundada por el padre Hubert Lanssiers. Actualmente escribe su primer libro.

Ilustración: Adams Carvalho

Él observa su celular y dice Esto es futurista.

—¿Qué cosa? —le pregunto.

—Esto —dice, mostrándome su iPhone.

—¿Los iPhones?

—Te comunica con otras personas, es ligero, esto no había antes. ¿Tú te das cuenta?

—¿Qué cosa?

—Deja de decir “qué cosa”.

—¿A qué te refieres?

—A la existencia de los celulares.

Estamos en la calle María Luisa, al costado de un chifa y al frente de un casino llamado HD en la avenida Nicolás de Piérola. Escuchamos Héroes del Silencio dentro del carro.

—Sería paja invertir en un buen equipo de sonido para el carro —dice él.

—A mí me dan igual esas cosas —le digo.

—¿Por qué eres así?

—Yo no escucho por un oído.

—¿Tú acaso no has escuchado a Oscar Orellana cuando habla de la calidad del sonido?

—Me llega.

—Tú no sabes de calidad.

Se ríe, pensando que yo también me voy a reír. Le observo los dientes. Sus dientes son como chiclets Adams colocados uno al lado del otro. Él aún está stone y yo no sé cómo va a manejar. Yo no me río nada.

—¿Te gusta esta?

—¿Qué es?

—¿¡Qué es!? ¿No reconoces?

—Es Kiss.

—¡De puta madre! —dice él, y alza el volumen cinco rayitas.

—Ya, pero hoy no vamos a escuchar Kiss —le digo, y él voltea a mirarme con los ojos muy abiertos.

—Escucha esta parte. La parte del solo. Escucha.

Mueve su cabeza mientras me dice Escucha. Me desespera que haga eso.

—Deja de mover tu cabeza.

—No vas a negar que es de puta madre.

Observo a través del parabrisas. Son las 7 de la noche. La avenida está llena de carros chiquitos y carros grandes. No avanzan. Veo varios grupos de estudiantes con mochilas al hombro cruzando la calle a velocidad. Es como una escena de Koyaanisqatsi, pienso.

Dos enanos, un hombre y una mujer, se acercan a la puerta cerrada de una coaster celeste: no sé por qué siempre veo enanos. Él sube primero. Ella tiene el pelo en rulitos. Yo sonrío. ¿Serán esposos? ¿Serán hermanos? Sigue detenida la coaster, no se va, a ellos ya no los veo. Solo veo rostros diminutos en las ventanas, y los brazos de las personas que se sostienen de los pasamanos.

—Gracias por traerme, no estaba pensando en comprar yerba pero gracias —dice él. Yo observo sus ojos en la penumbra, están rojos como si les hubiera caído champú.

—De nada —le digo.

Pienso en los enanos. ¿Qué estarán haciendo? ¿Habrán subido como pasajeros o para hacer un show? Escucho el sonido de los claxons. Un auto pasa por nuestro costado y su luz me da en el rostro, agacho la mirada y veo mis zapatos. Recuerdo que no son míos. Cuando mi papá se fue de la casa dejó esos zapatos beige marca Tommy Hilfiger en su clóset y dijo Que nadie toque mis cosas. Él siempre pensaba que alguien iba a agarrar sus cosas y al final sus miedos se hicieron realidad, un día yo tenía que realizar una entrevista a un escritor, hacía frío y no tenía zapatos: entonces me dije Sería ridículo no ir por no tener zapatos. Así que caminé hacia la habitación de mi papá y abrí su clóset, y mientras sacaba los zapatos de su caja pensaba Seguro que Samanta Schweblin también se puso los zapatos de su papá alguna vez. Antes yo pensaba Cómo voy a usar zapatos de hombre pero ahora me gusta hacerlo, me hace sentir más adulta. Aunque me hayan pisado la punta del zapato izquierdo. ¿Quién me habrá pisado? me pregunto. Busco papel higiénico en la guantera, no sé si tenga. No hay papel pero encuentro una de las telitas que uso como calzón. Está al lado de ese libro de Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor. Mojo la telita con mi saliva, como en los viejos tiempos, y me agacho a pasarla sobre el zapato.

—¿Y ese trapito? —me pregunta él.

—Hace meses no uso calzón.

—¿No?

—Me pongo estas telitas en la entrepierna —le digo, frotando el zapato.

—¿Cómo haces? —le escucho preguntar. Es como si le hubiera dicho Tengo un pene. Tose.

—Compro la tela en el mercado El Pino que está a la vuelta de Vivanda de La Encalada. Luego la corto en pedazos. Me parece mejor. Más limpio. Más sano.

Sigo frotando y noto que mi pie izquierdo duele un poco. Mis deditos están tiesos, siento que se han ido a un costado. Pero no digo nada.

—¿En serio usas trapitos?

—Telitas. Me hacen sentir como un bebé. Un bebé contento con ganas de portarse bien.

—Qué loca eres.

La mancha salió. Me levanto y lo miro a los ojos.

—No me gusta lo sintético. Ya usé sintético. Ya usé otras telas. Prefiero estas telitas, manyas.

—No sabía que se podía hacer eso.

—Todo se puede hacer —le digo —. Llevo cinco telitas dentro del bolsillo de la cartera.

Entonces lo siento: un tirón en el pie. Mis deditos siguen yéndose para un costado. Me saco el zapato y él me dice Oye, ¿qué haces? Nada, me estoy sacando el zapato, le digo. También me saco la media y veo que mis tres últimos deditos están separándose del resto, parecen tres mostritos alejándose de su papá y su mamá. Los aprieto con mi mano. Luego trato de acercar el pie a mi boca, para morderlos. Sé que no voy a poder, pero lo intento. Antes podía.

—No seas cochina —me dice, mientras yo sobo mis deditos.

—Ya, ya está pasando, no seas exagerado —le digo—. ¡Cambia esa canción!

—¿Por qué quieres que cambie?

—No me gusta la música de Bollywood —le digo—. Nunca me ha gustado.

Me pongo nuevamente la media y el zapato. Me siento mejor.

—¿No quieres ir a la India acaso? —me pregunta, mientras me observa como diciendo ¿Cómo no te va a gustar? Y sin esperar a que le responda me hace otra pregunta:

—¿Qué es lo que no te gusta?

—La alegría —le respondo.

Alza la voz, como si fuera un juez.

—¿Tú te das cuenta de lo que estás diciendo?

—Sí.

Lo digo sin pensarlo. Él observa por el espejo retrovisor y sonríe.

—¿No te conmueve? ¿Nada?

—Ni mierda —le respondo—. ¿Por qué me haces preguntas obvias?

—Tienes que reflexionar. Tienes que darte cuenta, eso te pasa por usar trapitos.

—¿Eso qué tiene que ver?

Se recuesta sobre el asiento y la luz del chifa le ilumina el rostro. Veo que tiene una cana en la patilla derecha. Quisiera sacársela pero no tengo pinza. Y al mismo tiempo pienso ¿Por qué se la voy a sacar? Que se joda. Y que mañana salga con su cana a comprar el pan.

De pronto él me dice ¿Por qué pones cara de loca? y yo le digo Te están saliendo canas. ¿Sí, no? dice él, preocupado. ¡Tú tienes la culpa, me haces renegar! se queja. Tú reniegas porque te gusta le respondo. Mira esa moto le digo. Él voltea a mirar a la izquierda y dice ¿Qué pasa? y yo le mastico la cana con mis dientes, jalo y él grita y se altera como si le hubieran sacado la muela. Primero me equivoco y saco un pelito negro. Él grita y dice ¡Ya, déjame! Yo le digo Espera, ahorita la saco y le mastico la cana y la retiro. Ya no grita, solo se lleva la mano a la patilla y la deja ahí. Yo le entrego la cana y él me dice ¿Para qué me la das? Para que la chupes, le digo, y me río a carcajadas.

Eres una cochina dice él. Recibe la cana, baja la ventanilla del auto y la bota.

Nos quedamos en silencio.

Luego de un rato él me dice Cuéntame algo. Su voz parece la de un adolescente.

—No sé qué contarte.

—Algo, cuéntame algo.

—De niña yo quería hacer un teléfono.

—Mira tú. ¿Y lo hiciste?

—Más o menos. Yo creía que podía instalar un teléfono en el jardín de la casa de mi abuela.

—¿Y qué pasó?

—Le dije a mi primo que me ayude trayendo unos cables que habían sobrado en su casa. No sé por qué pensé que había que escarbar en la tierra. Y escarbamos con dos palas en el jardín de la casa de mi abuela.

—Tú eras de ese tipo de chiquitas, ¿no?

—¿Qué tipo?

—Así, loquitas.

—Pisamos todos los geranios de mi abuela. Sacamos las rosas de sus macetas.

—¿Qué te dijo tu abuela?

—Cuando llegó del mercado dejó sus compras en la cocina, fue a su cuarto, pasó por el jardín y lo vio hecho mierda. Lo primero que dijo fue ¿Cómo es posible? Nos gritó, mostrando los dientes. ¡O sea que yo limpio para que ustedes ensucien! ¿No saben que a las rosas les duele cuando las arrancan?

—¿Y luego?

—Me dijo que fuera a traer la escoba y el recogedor y que me pusiera a limpiar, porque si no iba a romper esa escoba en mi poto. Mi abuela era así, parecía un toro. Me prohibió volver a jugar en su jardín. Me dijo que mi primo ya no iba a volver a la casa y me jaló fuerte de la trenza, pero yo no lloré. En la noche le conté a mi papá y él se rió.

—¿Y tu primo qué hacía?

—Salió corriendo. No me ayudó a limpiar nada.

Nos quedamos nuevamente en silencio, y yo recuerdo que el otro día mi hermanita de diez años me preguntó ¿Qué se siente ser grande? Yo la miré a los ojos y le dije Nada, me siento igual.

Me siento como cuando recogía las flores del jardín de mi abuela con la escoba.

Algunas veces le digo a mi hermanita que aún recuerdo una tablita de madera que usaba como skate a los seis años. Entonces ella se ríe y me dice Ay, tú siempre con tu historias que dan pena.

—En las citas de las películas los adolescentes siempre están así como nosotros, ¿no? —me dice.

—Sería más paja si pudiéramos ver dibujos animados.

—¿Sí, no?

—¿Qué música es esa?

—Chuck Berry. Es la canción que baila Uma Thurman en Pulp Fiction. ¿Te gusta?

—Sí.

En verdad me gusta. Me llevo el dedo anular a la boca y trato de morder un pellejito que me está ardiendo. Creo que la manicurista me cortó mal el otro día.

—¿Cuál es tu prioridad? —me pregunta, observándome con seriedad en la penumbra del auto.

—Aprender a preparar el mejor puré de papa.

—Estoy hablando en serio.

—Mi prioridad es vivir con urgencia, porque no voy a llegar al 2100.

—¿Por qué dices eso?

—El otro día oriné en el baño de la casa de mi abuela, y mientras veía la mayólica saqué cuentas, solo eso.

—¿Así, de la nada?

—Es que en la mañana se había salido la cadena de mi bicicleta, cuando iba por Las Gaviotas. Casi me caigo. Tuve que agacharme a poner la cadena y me ensucié las manos y grité ¡Puta madre! Pero luego me calmé y me dije Ya, oye, valora tu vida. También pensé Debería haber un lugar donde siempre caigan rayos y pudieras pagar un ticket y entrar y esperar a que te caiga un rayo encima. Y si te cae, te mueres. Y si te cae cerca y no te mueres, luego vives con más intensidad.

Él me observa intrigado y se ríe. Es una risa nerviosa.

—Qué loca eres.

Sus ojos se ven brillosos. Pienso que si él no puede manejar tendré que hacerlo yo, aunque no me guste manejar de noche.

—Es raro crecer —dice él, sobándose el codo.

—Es raro que pase el tiempo. Todo parece un sueño.

—Es raro tener tanta información en la cabeza —me dice—. ¿Ya vamos?

—No, aún no —le digo.

—¿Por qué?

—Quiero orinar. Voy a bajarme del carro ahorita.

—¿Dónde vas a orinar?

—Ahí —le digo, señalando la vereda.

—Oye, ¿tú estás loca o qué? ¿Quieres orinar como los perros?

—Sí.

—¿No te puedes aguantar?

—Creo que no. ¿O tú ya puedes manejar?

—¡Vamos nomás!

Le da vuelta a la llave y enciende el motor.

—Si viene un policía y te dice Señor, sus documentos, ¿qué harías?

—¿Y por qué me va a decir “señor” y no “joven”?

—Digamos que te dice señor, ¿qué harías?

—No sé, nunca me ha parado un policía —dice él, y enciende las luces delanteras.

—Eso sospeché.

—Ya, ya, dime. ¿Qué haría?

—Primero cambia de música —le digo, y me coloco el cinturón de seguridad.

Pone una canción de Blur. Le digo A la derecha y salimos a la avenida Nicolás de Piérola.

A él se le ve relajado, me ha dado sus lentes y me ha dicho Límpialos y eso me gusta, porque si estuviera muy stone manejaría con los lentes sucios. Los limpio con mi polo y se los devuelvo. Él se los pone con una mano, luego esa mano regresa a sujetar el timón. Hay tráfico. Los carros avanzan, el semáforo está en verde, avanzamos todos con lentitud pero avanzamos. Como la tortuguita, le digo yo. ¿Cómo qué? dice él, llevándose la mano a la oreja.

Cruzamos la vía del Metropolitano y yo le señalo la plaza Butters.

—De frente —le digo.

—¿No me ibas a contar?

—¿Qué cosa te iba a contar? Todo quieres que te cuente.

—Tú misma dijiste que me ibas a contar lo que yo tendría que hacer si el policía me dice “Joven, sus documentos”.

Yo me río. Me siento como en un videojuego. No sé si en Crash Carrera, pero me río. El auto avanza más rápido, vemos a una chica con polera que cruza corriendo frente a nosotros y él gruñe y dice Mamita, fíjate por dónde cruzas. La chica estaba comiendo algo, creo que era una galleta.

La luna del auto empieza a llenarse de puntitos. Ya no me duele el pie. Solo pienso en orinar, y en que él me gusta. También pienso en esa frase de Krishnamurti:

No me importa lo que pueda suceder.

Esa frase la escribí hace cinco años sobre una caja de naipes. A mí me sirvió.

Ha comenzado a llover.

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La Calata Culta

Leslie Guevara es directora de la escuela de escritura Machucabotones. Es autora invitada en los libros de relatos "Sexo al cubo", "Hermosos ruidos" y "21 relatos sobre mujeres que lucharon por la independencia del Perú". Es editora del libro “Once Veces Tú”. Ha realizado talleres de narrativa en cárceles peruanas, en coordinación con la Asociación Dignidad Humana y Solidaridad fundada por el padre Hubert Lanssiers. Actualmente escribe su primer libro.